CARLOS Y EL LOBO BLANCO
En un pueblo de montaña, vive Carlos con sus padres, Isabel y Claudio. Carlos suele ir a pasear por los bosques de alrededor del pueblo, algunas veces solo y algunas veces con sus padres o amigos.
Una mañana de sábado, mientras Carlos y sus amigos paseaban por el frondoso bosque, jugando a esconderse y encontrarse, oyeron un ruido que no supieron bien identificar. Al poco tiempo, a lo lejos, vieron una manada de lobos, cuyas crías jóvenes correteaban jugando. Los niños, haciendo el menor ruido posible, se alejaron de allí en dirección al pueblo para comentarlo con sus padres.
Carlos llegó a su casa sofocado de tanto correr y sus padres le preguntaron qué le pasaba. Él, con todo lujo de detalles, les explicó lo que habían visto en el bosque.
—Pues veréis, estábamos María y Juanito al lado de la roca grande de Moncho, jugando como de costumbre. Yo me fijé en que habían rotas algunas ramas de arbustos, pero pensé que podría ser del viento que hizo el martes pasado, que fue muy fuerte. De pronto, oímos un fuerte ruido y ¿sabéis de dónde procedía?
—¡No tenemos ni idea, Carlos! —expresó la madre de Carlos mientras abrazaba a su hijo que temblaba.
—Procedía de una manada de lobos, cuyas crías pequeñas corrían de aquí para allá. Nosotros nos fuimos enseguida, porque nos entró mucho miedo.
—Voy a reunirme con otros hombres y vamos a ir a ver qué pasa—dijo el padre, mientras iba en busca de la escopeta.
—¡No les disparéis, papá! Tienen crías pequeñas. Solo están buscando, me imagino, algo para comer. Ya sé que son depredadores, pero todos, cuando tenemos hambre, buscamos.
—No te puedo prometer nada, Carlos. Puedo responder por mí, pero no por los otros.
—Pues déjame ir contigo. Yo los convenceré.
—¡Es peligroso, Carlos! No quiero que vengas.
—¡Porfi, papá! Me quedaré detrás de vosotros, lo prometo.
—¡No sé!
—¡Porfi, porfi!
—¿Tú qué piensas al respecto, Isabel?
—No me hace gracia que vaya.
—¡Mami, venga! Tengo que aprender y ver las cosas tal y como son.
—¡Bueno, está bien! Pero obedece a tu padre en todo y quédate detrás de ellos. ¿De acuerdo? —dice la madre tras darle un beso en la cabeza a su hijo.
—¡Gracias, papis!
Y así fue como Claudio y su hijo, Carlos, fueron en busca de otros hombres para ir al bosque para ver la manada de lobos. Se reunieron veinte hombres que fueron a ver qué encontraban, todos con sus respectivas escopetas y el cinturón lleno de cartuchos. Carlos, al verlos tan dispuestos a cazar, les suplicó que no mataran a ningún lobo, ya que había crías pequeñas en la manada.
Llegaron todos al bosque. Como le había prometido a su madre, Carlos iba al final, detrás de todos los hombres con escopetas. Estuvieron recorriendo todo el bosque, pero no hallaron ninguna manada de lobos. Cuando ya se iban a ir, oyeron un lloro que salía de unas matas. Claudio se acercó hasta allí y, para su sorpresa, halló un lobezno muy pequeño y, lo más curioso de todo, es que era completamente blanco. Claudio miró a su alrededor por si se hallaba alguna loba al acecho, pero no vio a ninguna, así que cogió al pequeño lobo y decidió llevárselo a su casa, en vez de matarlo como decían muchos de los que allí estaban. Carlos se puso muy contento de la decisión tomada por su padre. Cuando llegaron a casa, Claudio entró primero para explicarle la situación a Isabel, que no puso ningún impedimento a que el pequeño se quedara, todo lo contrario, se fue a buscar una caja enorme de madera que tenía en el desván y forró el interior de tela, aparte de poner un enorme cojín para que el animal estuviera cómodo. Luego llamó al veterinario, tras lo cual, fue a comprar un bote de leche que se utiliza para las crías de perro. Probarían a alimentar al cachorro de esa forma.
Todos en el pueblo cuchicheaban acerca del hecho de haberse quedado con un lobo y estar criándolo. Hubo personas que dejaron de saludar a la familia e incluso, Sergio, el mejor amigo de Claudio, dejó de hablarle. Juanito y María, los amigos de Carlos, se veían con él a escondidas, porque los padres de ambos no querían que fuesen con Carlos y el lobo.
El lobo fue creciendo y cada vez se hacía más fuerte. Por lo blanco que era, le llamaron Copo. Carlos y el lobo se pasaban muchas horas jugando y se podía observar que, a medida que Copó crecía, también lo hacía la complicidad entre los dos.
Cuando Copo estaba cercano al tamaño de un lobo adulto, muchos del pueblo le dijeron a Claudio que, si no se deshacía del lobo, se tendrían que ir de allí. Lo presionaron en todos los sentidos, en la calle, en el trabajo, pintándole el coche y la fachada de la casa. Llegados a este punto, Claudio habló con su esposa y con su hijo, diciéndoles que Copó se tendría que ir.
—¡Papá, por favor, no! No puedes separarnos ahora. Además, él no está acostumbrado a vivir en la naturaleza. Los otros otros lobos le harán daño.
—No nos queda más remedio, Carlos. La gente no quiere tener a Copo en el pueblo y nosotros no podemos irnos de aquí, porque si vendiéramos la casa, no nos darían lo suficiente para establecernos en otro lugar y, aún sería peor, porque tampoco querrían tener de vecino a un lobo y mucho menos sin conocernos.
Copo se dio cuenta de que tenía que marcharse y, antes de que Carlos tuviera que llévalo al bosque para despedirse de él, se fue una noche y se adentró en el bosque para alejarse lo más que pudiera.
A la mañana siguiente, Carlos buscó a Copo por todos los sitios, pero no lo encontró. Le preguntó a su padre si se lo había llevado, a lo que contestó Claudio que no, que no sabía dónde se hallaba Copo. Entonces Carlos lloró mucho en ese instante y siguió haciéndolo muchos días después. A partir de allí, todos volvieron a hablarles, pero Carlos estaba muy triste y ya no le apetecía salir a jugar con sus amigos.
Un año más tarde, Juanito con otros niños, estaba jugando cerca de un precipicio, con tan mala suerte, que se cayó, quedándose en una repisa natural de la montaña con la pierna rota. Sus amigos fueron a buscar a su padre, que acudió con otros hombres, incluido Claudio. Para cuando llegaron, el niño estaba ya arriba de nuevo, tumbado. Entonces, el padre de Juanito miró a los demás niños muy serio, pensando que habían mentido, pero Juanito a pesar del dolor, dijo que lo había sacado de allí Copo. Al levantar la vista, encima de una roca enorme, estaba el lobo blanco mucho más grande que cuando se fue. Entonces, el padre de Juanito y Claudio llamaron al lobo, que se acercó y fue directo a abrazarse con Carlos. Desde entonces, vuelve a vivir con él y su familia.
Algunas noches de luna llena, Copo se escapa y puedes oírlo a lo lejos aullar. Al día siguiente, regresa como si nada y vuelve a jugar horas y más horas con su amigo Carlos.
Juana María Fernández Llobera
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