EL DESAFÍO SON LOS ZAPATOS
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EL DESAFÍO SON LOS ZAPATOS

Un relato de Carmen Sogo

Carmen Sogo | 20 mar 2025


El desafío son los zapatos

 

Marifé, la inolvidable, llegó tarde, cuando ya estaba saliendo para cenar. Así que llamé a Pedro. Me echó la charla de siempre, que soy la boba de la funeraria, que tendría que aprender a decir que no, que lo dejase para mañana, que no se iba a escapar. Lo sé, lo sé, lo sé. Después de echar el teléfono al bolsillo de la bata empecé a trabajar.

Desnudé al cadáver con tijera porque la familia no solicitaba la devolución de la ropa, suerte. La chica estaba muy embarazada y, una vez limpia, le toqué la barriga despacio. En el ombligo o, mejor dicho, en el no ombligo. Me gustó, era raro, la piel tan tersa daba la sensación de que al mínimo roce se podía romper. La vida y la muerte se fundían en aquel vientre que mis caricias, no calentaban. Ponerle el vestido veraniego no fue fácil por lo gorda que estaba, pero me ayudó la experiencia. El desafío siempre son los zapatos, eran de invierno y negros. Los pies de los cadáveres están tensos y es difícil introducirlos en algo rígido. Y a mí, como soy tonta, me da miedo de hacerles daño o que se quiebre un hueso. Debían haber traído unas sandalias. Es importante la armonía cuando ya no queda nada. Parece dormido dicen, se mienten. Por muy bien que yo haya trabajado, parecen muertos. Están muertos.

La dejé sobre la camilla y fui a por el instrumental, me gusta llamarlo así, me hace sentir importante. Soy la cirujana estética de la muerte. La maquillaría suave, maternal, dulce. En las mejillas, un poco de rosa difuminado. Me aparté para observarla, perfecto, y luego cogí el delineador azul, el más tenue. Al reclinarme hacia sus ojos ocurrió. Un leve movimiento de las pestañas. Di un bote y se me cayó el lápiz. Fui a recogerlo, pero me enderecé sin dejar de mirar el párpado que acababa de moverse sutilmente. Un pequeño centelleo. Me quedé inmóvil y ella dobló un dedo, tensó otro. Miré a mi alrededor en busca de ayuda. Di dos pasos hacia atrás. Tenía los labios pegados y blancos, y los ojos tan cerrados como cuando llegó.

 

 Fui a la mesa, releí el certificado de defunción, nada inusual. Me acerqué de nuevo a la camilla. Levanté su mano y la solté. Cayó inerte. Vale, me dije, estás cansada, es tarde, vete a casa, me dije. Nuevamente, empecé a perfilar el ojo derecho. No me salió recta la línea, sin embargo, la di por buena. Cubrí el párpado de dorado pálido, el pincel temblaba. Al posar la mirada en la frente vi un palpitar, una vena. En la yugular la sangre fluía. Saqué el móvil del bolsillo sin dejar de mirarla.

—Pedro, está viva... La muerta está viva... No estoy loca, palpita y parpadea. Está viva.

Me senté en el sillón negro de polipiel junto a la pared.

—Que sí, que es verdad. Está aquí todavía. Estaba muerta y ahora está viva. El bebé no sé, en la barriga.

Cuando estoy nerviosa me retuerzo los dedos hasta que crujen. Lo hice. Pedro bufó. Separé las manos y las apoyé en el sofá.

—Los certificados casi siempre ponen parada cardíaca. No se esfuerzan mucho, imagino que muerte natural. ¿Qué más da?

—Claro que estaba en orden. Era como siempre, rutina. Y ahora está viva, muy viva. Se llama Marifé, es un nombre absurdo para una chica joven y embarazada.

Cuando colgué se me había pegado el culo al sofá. Me levanté despacio, como si no quisiera despertarla y fui hasta la pequeña mesa de fórmica que usaba para escribir. En el cajón tenía un botellín de wiski. Me lo bebí de un trago. Fuego. Las respiraciones, la mía y la suya, casi eran normales. Me acerqué hasta ella.

—Marifé... Creímos que habías muerto. Ahora voy a llamar al forense. No te muevas.

 

 Me miró. Abrió unos ojos azules desvaídos y me miró. Luego los cerró y puso una mano en el vientre. Salí del cuarto pensando que tendría frío sobre la camilla de metal. Desde el pasillo llamé al forense, no quería que ella me oyera. El médico tardó mucho en creerme, más incluso que Pedro.

— Es una broma, está borracha, se ríe de mí. A estas horas. Un espasmo. Su jefe no me molestaría. Está loca.

Y me colgó. En el siglo veintiuno los muertos son serios, permanecen muertos. Tuve que llamar tres veces y amenazarlo con la prensa. Al fin dijo que no tardaría en venir.

En mi mente los pensamientos cruzaban descontrolados. Que me gustaría tener a Pedro a mi lado, que la familia de Marifé estaba llorando su muerte, que por la mañana me había manchado la blusa con café, que los pantalones se me ajustaban. La nuestra era una pequeña funeraria a la que se estaban comiendo las grandes. Imaginé la nueva publicidad: Se resucitan muertos, si amaba a su familiar tráiganoslo, hacemos milagros. Rebautizaríamos la empresa: La Milagrosa. Me entró una risa que no fue fácil contener.

Ella acariciaba muy despacio su tripa. Me acerqué y le cogí la mano que apoyaba en la camilla de metal. La apretó un poco. De nuevo abrió los ojos. Había un interrogante indiscutible en su mirada.

—No lo sé. Ahora vendrá el médico y nos dirá si está vivo. ¿Lo notas?

Me fijé en que tenía un ojo grande y otro pequeño, debería haber continuado pintando.

                                        ,      Carmen Sogo

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