EL JARDÍN DEL TORREÓN
Cuenta una leyenda urbana palmesana, que lleva flotando en el ambiente por décadas, que en una mansión que se utilizaba antaño de veraneo, en la que desde la torre se puede apreciar el mar, después de estar abandonada durante muchos años, cuando te adentras en su enorme jardín, hoy muy lejos de su esplendor de sus mejores épocas, después de oír silbar una melodía, se puede ver la figura de una mujer de larga cabellera tras los cristales de una de las habitaciones de la segunda planta. Muchos han querido saber quién es esa mujer, que nadie parece conocer, y se han adentrado recorriendo el jardín hasta llegar al porche delantero de la casa. De pronto, al intentar abrir la puerta de entrada a la residencia, un viento fuerte, muy frío, se levanta y oyes tras de ti los pasos de alguien que se aproxima silbando. Al volver la cabeza no ves a nadie, pero sientes en el hombro una mano helada, que te invita a dejar atrás tu intención de entrar a averiguar lo que sucede en el interior de la vivienda.
Hace casi veinte años, un chico que entonces tenía diecisiete, quiso demostrar que él no tenía miedo. Sus amigos miraban desde detrás de la verja, cuando él se aproximó a la puerta delantera del edificio. Tocó con los nudillos dos veces. Una melodía procedente de detrás del chico, sonó con fuerza, a la vez que un viento frío separó al chico de sus amigos. Decidió pasar de lo que oía e intentó abrir la puerta, la cual estaba atascada, pero tras varios intentos, logró abrirla porque no estaba cerrada con llave. Entró con decisión y pudo sentir un frío aún mayor que se le caló hasta sus jóvenes huesos. Una escalera de anchos peldaños se mostraba frente a él. Miró a su alrededor y, tras unos segundos, decidió subir. Los peldaños que, en parte, eran de madera, crujían bajo sus delgados pies, lo cual hizo que un cierto temor se asentara en su interior. Paró unos segundos al llegar al rellano del primer piso, pues le pareció oír taconeo en una estancia superior. Tomó aire y subió deprisa el resto de los escalones hasta llegar al siguiente descanso. Una luz muy fuerte emanaba de una de las habitaciones. Una música de piano comenzó a sonar procedente de esa estancia. El chico dio un paso atrás, dudó por un momento, pero luego pensó que llegado hasta allí, quería saber lo que ocurría en esa casa. Se decidió a entrar, y una vez dentro, la puerta se cerró de golpe tras de sí. La luz desapareció y quedó a oscuras, sintiendo como unas manos le sujetaban fuertemente la cabeza. Gritó, pero una de las manos se posó en su boca, impidiéndole emitir nada más. Entonces, una mujer de larga cabellera rubia, se mostró ante él. Pudo ver su rostro al estar iluminado por una blanca vela. Sus ojos azules se adentraron en los verdes del chico, tras lo cual, dejaron de sujetarle la cabeza y destaparon su boca. La mujer se acercó a él y posó sus labios en los de él, tras lo cual, al separarse, quedó convertida en una anciana mujer con miles de arrugas en su rostro y en las cuencas de los ojos, solo se podía ver oscuridad. El chico dio dos pasos atrás, se giró e intentó salir, pero la puerta no se abría. La mujer le repetía una y otra vez, ven conmigo, pero él solo deseaba salir de allí, cuanto antes, mejor. Minutos tardó en poder abrir la puerta. Bajó la escalera saltando los escalones de tres en tres, lo más rápido que pudo y, al llegar a la entrada, la puerta tampoco quería abrirse. Un reloj sonó entonces dando las doce. Él se sobresaltó. Puso todo su empeño en abrir la puerta hasta que, por fin, lo logró. Era de noche cuando salió al jardín. ¿Cómo era posible? Había entrado a las cuatro de la tarde. Recorrió el jardín con miedo, entre sombras y al llegar a la puerta de la verja, ninguno de sus amigos estaba. Se dirigió hasta su moto, que estaba aparcada en una calle más abajo de la cuesta que llevaba a la mansión. Al ir a ponerse el casco, se miró en el espejo retrovisor. Su cabello antes negro lucía blanco y en sus ojos verdes, ya no existía la misma alegría que antes. Dice la leyenda, que se volvió loco y que jamás se acercó, de nuevo, a la mansión.
Juana María Fernández Llobera
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