Rugía el viento por las calles de la ciudad, arrastrando papeles a su paso y todo aquello que su fuerza pudiera mover. Menos mal que llevaba mis gafas de sol y me las puse, para poder atravesar las distintas travesías hasta mi destino. Me costaba avanzar, porque el viento iba en la dirección contraria hacia dónde yo iba. Al doblar la esquina de la tercera vía, una mujer intentaba atravesar la calle, su cuerpo menudo, pocos impedimentos le ponía al aire y, le costaba mucho más que a mí caminar. Seguí avanzando y, me crucé con un hombre de cabello cano, que iba con su asustado perro. “Dos calles más y llego”, pensé.
Toqué al timbre del interfono, de la puerta de la dirección que me habían indicado por teléfono. Una voz suave y melodiosa preguntó “¿Quién es?. Le dije mi nombre y, en cuestión de décimas de segundo, pulsó el botón para que la puerta se abriera. Subí con el ascensor hasta el cuarto piso. La puerta estaba abierta y me adentré en el domicilio, no sin antes preguntar: “¿Puedo pasar? Una mujer de negra cabellera apareció antes mis ojos, sus ojos verdes se posaron en los míos, unos ojos que yo nunca había contemplado en un ser humano antes, recordándome más a los de una gata. Me hizo una señal con la mano de que la siguiera y eso hice, llevándome hasta una habitación al fondo del pasillo y, una vez allí, con otra indicación de la mano, hizo que me adentrara en ella. Todo me resultaba extraño, pero entré.
Tras la mesa de escritorio de madera de nogal, una mujer de mediana edad, sentada con la mirada en dirección a la ventana, razón por la cual yo solo podía ver su rostro de perfil, me dijo con tono suave: “Tome asiento, por favor”, a la vez que giraba su cara hacia mí y, tras posar sus manos sobre el tablero me preguntó la razón concreta de mi visita:
- “La causa de mi visita es que, deseo comprarle el local que tiene usted al lado del mío, en el polígono”.
- “Y, ¿qué le ha hecho suponer que yo quiera vender?”
- “El hecho de que tenga dos locales más a la venta”
- “y, ¿cuánto está dispuesta a pagar?”
- “No más de lo que pida”.
Se levantó de la silla giratoria, encendió un cigarrillo y se dirigió hacia la ventana sin mediar palabra. Segundos más tarde, girándose hacia mí dijo:
- “Lo pensaré. Tendrá noticias en breve sobre mi decisión”.
Se dirigió a la puerta y desapareció por el pasillo. Solo quedó el son de sus tacones por el corredor. Tras eso, apareció la mujer que me había recibido y con tono grave expresó:
- ¡Sígame!, la conversación ya ha terminado.
“No es muda”, pensé. Me levanté para seguirla hacia la puerta de salida, con una extraña sensación de irrealidad en mi cuerpo.
Juana Ma. Fernández Llobera
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