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PERDIDO

Relato de Miquel Palou-Bosch premiado en certamen de la Sociedad Cántabra de Escritores

Miquel Palou-Bosch | 6 dic 2022


VII CERTAMEN LITERARIO DE RELATO CORTO

SOCIEDAD CÁNTABRA DE ESCRITORES

“Los lobos del valle de Saja-Nansa”

TERCER PREMIO

Mayo, 2019

 

PERDIDO

            Ya me sentía viejo. Casi llevaba trece años a cuestas. Para un animal salvaje, que tiene que ir buscando sus presas, no siempre fáciles de encontrar, ni de conseguir, había llegado a una cierta longevidad. Las corridas, las peleas, el frío, el hambre…todo esto te puede curtir, es cierto, pero también te va desgastando.

            Lobo, llop, wolf, loup, lupo…son nombres que siempre han estado en Europa. En el norte y noroeste de la Península Ibérica también se conocen historias y leyendas sobre nuestra especie.

            Antes éramos muchos más. Antes, también teníamos más presas, más ciervos, más rebecos, más oseznos –e incluso osos, si los podíamos cazar en manada—, o jabalíes, ratas, topillos, corzos o zorros. Pero, claro, todo empezó a disminuir; y empezamos a atacar las bestias domésticas, estas que vosotros, los nuevos señores de la naturaleza, trajisteis a nuestras tierras. Y, naturalmente, os enfurecisteis y empezasteis una caza despiadada contra nuestras manadas.

            Ahora somos grupos relativamente pequeños los que vagamos por las montañas y bosques del Saja y del Nansa, por los valles de Cabuérniga o Besaya, llegando hasta Campoo o el valle del Pas. Vamos sigilosos entre robles y hayas, entre castañares y encinares, entre arboledas mixtas de fresnos y cajigas, arces y abedules, avellanos y algún madroño perdido. Pasamos por todos los canales y arroyos: he estado en los collados de Asón y he visto su preciosa cascada en la que nace el río. Conozco las secuoyas y los pinos “radiata” del Cabezón y Las Navas. He dormido y cazado en el Circo de Hondojón. Incluso, otros lobos solitarios, se sabe, han llegado hasta Galicia, León, País Vasco o Navarra. Son como yo. Son animales perdidos, cansados, en busca de pareja, en busca de familia, de manada, de comida.

            Siento ser tan atroz, tan despiadado, tan psicopático, dirían quizás ustedes con sus vocablos humanos, con tantas y tantas palabras para definir el mundo. Nosotros, los lobos, no tenemos vocablos. No verbalizamos. Nuestro lenguaje es más sutil. Nosotros nos miramos a los ojos y enseñamos nuestros colmillos, levantamos los belfos y realizamos un pequeño gruñido, cuando se trata de defendernos. El otro ya sabe qué significa. Y cuando se trata de entendernos, de compaginarnos, de relacionarnos, mantenemos nuestra mandíbula cerrada, nos olemos y nos miramos; esto ya es suficiente. Nuestro lenguaje, en suma, está relacionado con el viento, el frío, el hambre y el color y sabor de la sangre. Siento que no lo entendáis.

            Hemos nacido fieras. No lo podemos evitar. Está en nuestra constitución. Somos depredadores. No podemos alimentarnos sólo de conejos, ratones o cualquier otro roedor. Nuestro organismo necesita consumir mucha carne para soportar toda la presión de la naturaleza. Por eso tenemos que recurrir a la caza de presas grandes. Por eso debemos vivir en manada y colaborar entre nosotros. Uno solo es difícil que consiga un artiodáctilo. A veces, los que estamos solos, debemos acudir a la carroña, comiendo los restos de un animal ya cazado por otro. Y muchas veces, si se trata de cazar un jabalí, podemos salir heridos; y eso si conseguimos atraparlo, hincar nuestros colmillos en su cuello, bloquear su garganta.

            En manada las cosas cambian. Atacamos a la presa con una estrategia bien elaborada…La solemos, primero, cansar, agotar dando vueltas hasta que se encuentra rodeada por el grupo; aún así, intenta correr, pero ya no tiene fuerzas y entre tanta mandíbula abierta es difícil evitar alguna mordida. No obstante, a veces que por necesidad imperiosa, por tener que alimentar a nuestras crías, o por estar desesperados de hambre, nos atrevemos a embestir contra algún animal más grande, como por ejemplo un oso, podemos pagar caro nuestro atrevimiento, aunque percibamos incluso que el animal pueda estar malherido. Las garras del oso son tremendas y nos pueden abrir el vientre en un segundo o desgarrar nuestros ojos para siempre. En estos casos, resulta muy raro que la muerte no nos lleve. Y los que quedamos vivos no presentamos buen aspecto; luego, durante días, debemos dedicarnos a lamer nuestras heridas y comer hierbajos de distinta índole en cualquier pastizal.

            Pero nuestra lucha por la supervivencia no queda aquí, con la exposición de la dureza de la caza. También entre nosotros, entre las manadas, tenemos violencia cruel. Así, cuando una familia numerosa, ya adulta, o cuando unas camadas considerables transforman pequeños grupos en manada, se necesita de un cabecilla al frente, un lobo fuerte y experimentado; en estos casos, también funcionamos de forma muy parecida a la criatura humana. Deberá manifestarse la fortaleza física del candidato a jefe. Aunque no habrá ensañamiento, ni interés en matar al otro; simplemente, el vencido entenderá que ha acabado sus fuerzas o que huele demasiado la sangre en su cuerpo dolorido.

            Si sabemos que en otro lugar hay comida, o simplemente llegamos por casualidad a la zona, intentamos apropiarnos del espacio. Si allí reside otra manada, habrá que intentar luchar para conseguir las tierras. Los que residen ya en ellas, se esforzarán en defenderlas y proteger a sus familias. Sólo la fuerza bruta decidirá quién al final se queda. A veces, los nuevos conquistadores, admiten a algunos de la antigua manada. Nunca, eso sí, se aceptará a su jefe. Éste deberá irse del lugar; a veces solo y otras con algunos miembros de su antiguo grupo.

            La violencia, por tanto, parece que está siempre en nuestra conducta, en nuestras vidas. Porque la vida también nos exige, la vida nos va corroyendo, la vida nos va consumiendo. Sólo el lobezno es capaz de tener ilusión, de ser capaz de jugar con el viento y divertirse, de jugar con sus hermanos de ventregada, de jugar con la infinidad de plantas y hierbas, con sus colores y sus formas distintas, con las sombras creadas por el sol y la luna. Algunas veces, por la noche, cuando el cielo está nítido, se dedican a mirar las estrellas. No entienden estas luces pequeñitas, su lustre y esplendor. Y van a la caza de cualquier lucero vagabundo, sin conseguir cogerlo con sus aún pequeñas patitas, saltando sin éxito en el aire.

            Pero buscar carne, y sobre todo en invierno, todo cubierto de nieve, con un frío helado que te corta la piel y un viento que te entra hasta el fondo de las entrañas…buscar comida, resulta complicado; y angustioso, si no es sólo para ti, si debes procurar para la lechigada.

            Antes, las tierras vírgenes, los riachuelos, la vida fluvial, los árboles disfrutaban de más fauna. Teníamos suficientes venados, osos, jabalíes, cabras salvajes, y entre los animales medio muertos, los ya fallecidos que encontrábamos o los desgarrados por otras fieras, así como las que pastaban perdidas, existía una posible justa alimentación. Pero luego, con vosotros, la cosa fue cambiando. Primero porque empezasteis a cazar despreocupadamente, desordenadamente y en exceso lo que hasta ahora eran nuestras presas. Segundo, porque se os ocurrió poner ovejas, vacas y puercos en vuestras propiedades. Naturalmente nos pusisteis, sin pensarlo, las presas a la vista, preparadas en sus corrales cercados, sin que pudieran siquiera huir. Es como si las dispusierais para su sacrificio. Y entonces, ¿qué queréis que os diga? Cazar para nosotros no es un divertimento, nunca lo ha sido. Resulta un trabajo muy duro y peligroso. El desgaste que sufrimos es enorme y muchas veces nos jugamos la vida. Vosotros, con vuestras ropas, con vuestras armas, con vuestros aparatos electrónicos, en cambio, lo convertís en un deporte, en una diversión, en una especie de catarsis, de purga emocional: el estrés de cazador os divierte, os enorgullece, os compensáis con ello; quedáis al final relajados. Para nosotros, la caza es un sufrimiento, una lucha, y nos distendemos, nos calmamos, nos tranquilizamos sólo cuando la panza está llena. Y todavía estamos obligados a vigilar nuestras apreciadas presas, aunque estén ya medias destrozadas o casi totalmente deshechas. No podemos consentir que ningún buitre o águila, o un zorrillo, o los pesados cuervos, o las urracas o alguien que no sea de nuestra manada se atreva a acercarse al bicho, a los restos que puedan quedar de él. Tendría para contaros muchas historias. No creáis que mi vida ha sido rutinaria.

            A mí me dicen el Negro. El lobo Negro. Y no es porque sea especialmente de este color. Al menos totalmente. Soy obscuro, nada más. Pero alguien me vio agarrando a una oveja. El sol se había puesto, pero todavía había cierta luz. La nieve, pintada toda de blanco, amortiguaba el ruido de mis pasos. Yo estaba muerto de hambre y de frío. Por alguna razón, que no sabré nunca, el pastor me vio negro. Supongo, de todas formas, que para él la escena no tuvo buena tonalidad; porque hasta la sangre, en aquella penumbra, se veía oscura. Entiendo que le pareciera verme negro y que luego me llamara de acuerdo con esta apariencia. La gente, naturalmente, buscaba algo de tinte negro. No me encontraron nunca en aquella aldea.

            Otra vez, un hombre me vio y nos quedamos mirando, de lejos, un buen rato. Él estaba quieto, detrás de un pequeño abedul. Yo le observaba desde una arboleda más tupida. Se fue y luego volvió con un trozo de carne cocida que depositó al lado del abedul. Ya se ponía el sol. Esperé hasta que oscureciera. Me acerqué al bocado y lo llevé al bosque. Allí, más tranquilo, aunque no por ello más seguro, probé el regalo.

            Esto se fue repitiendo durante algunas semanas. Llegó incluso a imitar mi aullido. Con el tiempo me fui acercando y ambos nos confiábamos. Alguien un día le oyó aullar y empezó a correr la voz por la aldea de que aquel hombre debía haber sido amamantado por una loba, pues le vio ulular y dejar comida en el abedul. El observador creyó que llamaba a su madre loba.

Aquel nuevo amigo que tenía, que me daba de comer, era un hombre ciertamente desconfiado con sus iguales. No les tenía simpatía. Era huraño, antipático. Hablaba poco y cuando lo hacía parecía que masticaba nueces. Y su boca solía desbordarse de saliva. La cuestión es que el pueblo decidió que aquel ser se debió perder por el bosque cuando era un rorro, o que sus padres lo abandonaron y una loba tuvo la atención de amamantar y criar. Nada más lejos de la verdad; simplemente, había dado comida a un lobo, eso era lo único cierto.

Esta noche he oído bastante ruido. Me he escondido porque el olor no me resultaba agradable. Más tarde, sí me pareció oler a sangre, a carne muerta; pero he seguido desconfiando. El ruido en exceso me confundía. Ya de madrugada, saliendo tímidamente el sol, con un silencio absoluto –demasiado— he ido acercándome, con mucha cautela, hacia el olor a molla. He visto un trozo enorme de carne sanguinolenta. Era de ciervo. Estaba seguro. He empezado a acercarme. La carne estaba en un claro del robledo, sobre un pequeño manto de nieve. De repente he notado un dolor que me surgía desde mi ingle izquierda hasta la garganta. De pronto noté que estaba en el suelo. No había llegado siquiera a la nieve. Caí sobre la hojarasca de los robles. Olí un fuerte efluvio a sangre, muy cerca de mí; sin embargo, no había llegado aún a la presa. Era raro, porque la emanación era muy fuerte. Me di cuenta de que se trataba de mi propia sangre que salía por mi boca. Intentaba ladrar, aullar; pero no podía. Pronto me percaté de que mi cuerpo estaba inmóvil y no era capaz de dominarlo, ninguna fuerza me respondía. Empecé a ver imágenes nubladas. Olí de repente a carne humana. Vi unas sombras que se movían delante de mis ojos, casi apagados. Estaba claro. La carne había sido una trampa. Me habían cazado. Cerré los ojos. Me sentía muy cansado. Mi mente era un hervidero de imágenes pasadas; fue sólo un instante. Oí un ruido fuerte, al mismo tiempo que sentía un cierto dolor entre mis ojos. Me habían rematado. Dejaron de dolerme los miembros.

A otros les toca ahora correr por las bellas tierras de estos parajes, por sus gargantas y cañones, por sus riscos y peñascos, observando cascadas y ríos. Podrán correr por el Escudo de Cabuérniga, por la sierra de Bárcena Mayor y por la de Peña Labra. Podrán llegar hasta la Peña Sagra. Ahora les tocará luchar más que yo. Ahora no sólo será la dura naturaleza. Ahora también tendrán al hombre como adversario.

                                                                               8 marzo de 2019

 Miquel Palou-Bosch

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Perdido

publicada el ( 22 dic 2022 ) por Juana María Fernández Llobera
Me ha parecido excelente el relato. ¡Enhorabuena!


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