TEATRO
Es ese día. O lo sería, si ya hubiera amanecido.
El dolor le llega siempre de madrugada, cuando aún debería estar durmiendo, siendo doble el desgaste que sufre. Aparece el primer retortijón, se resiste a despertar, pero al final, los espasmos acaban por levantarla y la llevan a buscar un baño con urgencia. Allí termina de espabilar y, sentada en la fría taza, acumula mentalmente las horas de insomnio en el Excel de su autocuidado. Tres comidas al día, cinco frutas y verduras, dos litros de agua, una hora de ejercicio y ocho horas de sueño. A pesar de sabérselo de memoria, siempre le sale a deber.
Toma la pastilla con resignación, solo esperando que esta vez le haga efecto más rápido que la vez anterior, que el dolor se atenúe lo suficiente para poder dormir. No le gusta tomar pastillas, pero es su último recurso. Tiene que ir a trabajar en una hora, quizás pueda rascar algunos minutos con Morfeo.
Pero no, la cita debe posponerse, una vez más se mantendrá despierta, tratando de controlar los quejidos de sufrimiento y de normalizar su respiración acelerada para no despertar a su pareja, que ronca tan plácido a su lado. Por un segundo se plantea ahogarlo con la almohada, pero le da pereza incluso ese leve movimiento y el hombre se salva.
Mientras desayuna, se plantea seriamente extirparse el útero y los ovarios con el cuchillo de la mantequilla. Hace dos horas que se ha tomado la pastilla, pero sigue doliendo como el demonio y debe esperar al menos otras dos horas para poder tomarse una segunda dosis.
Apenas puede pensar bien por la medicación, la misma que se utiliza para paliar los dolores de las post-operaciones más graves. Cede ante la obviedad y decide que hoy deberá coger el transporte público, conducir sería peligroso para sí misma y los demás.
Tiene algo de fiebre, se abriga más de lo usual. Sufre incluso escalofríos, aunque suda por el calor extremo exterior. Está empapada. Y sensible, usa solo las prendas más sueltas y suevas que tiene, las que se reserva para esta semana del mes. En su mente, tacha un día más: hace años que hizo el cálculo y, teniendo en cuenta que su abuela y madre habían entrado en la menopausia con cuarenta y seis años, le quedaban doscientos cincuenta y dos eventos menstruales. En total, mil quinientos doce días más de este infierno.
Tiene quince paradas más hasta su oficina, donde deberá trabajar las siguientes ocho horas igual que siempre. Motivada por el dolor, investiga los nuevos avances médicos en su teléfono, por si, por un milagro, hubiera pudiera ayudarla. Pero los cambios en ginecología son escasos, se tardaban años en aplicar nuevas técnicas. Todo lo que llega al mercado tenía que ver con anticoncepción y no con el dolor o las molestias que el periodo genera en las mujeres. Suspira, sintiendo la primera de las jaquecas que le llegarán a lo largo del día.
—¿Has oído que las chicas ahora también pueden pedir la baja por regla?
Levanta la vista, un tanto desenfocada, hacia los tres chicos adolescentes que están sentados delante de ella y que llevan uniforme escolar. Están en esa edad en la que dos sopapos no les vendrían mal y ella está dispuesta a ofrecerse voluntaria.
Ha escuchado lo de las bajas por menstruación, pero por muy bonitas que parecieran, no las ha solicitado nunca. Primero, porque era autónoma, y esa clase alienígena no se coge bajas. No se las puede permitir. Y segundo, porque cuando preguntó por ellas a su médico de cabecera, el hombre no tenía ni idea de cómo tramitarlas.
—Tío, tengo que hacerme mujer —se ríe uno de ellos, masajeándose unos pechos ficticios, como si aquello fuera lo más importante de la anatomía femenina, lo único que modificaría en un proceso de cambio de sexo.
Ella siente hoy los pechos tan sensibles que sus pezones se irritan por el mero hecho de llevar sujetador. Han aumentado ridículamente su tamaño solo para esta semana, cosa que al marido le entusiasma y ella aborrece.
—Joder, imagínate, cinco días al mes de vacaciones para jugar a videojuegos —sigue soñando uno de ellos.
—Mi hermana dice que les duele —trata de llegar a un razonamiento mínimo el callado de la esquina.
«Buen intento chaval, si sobrevives al instituto, puede que logres una pareja sana y todo», piensa ella. Si consigues alejarte a tiempo de esos chicos, claro.
—Bah, mi madre me ha dicho que no. Lo que pasa es que hay mujeres que son unas teatreras —responde el obsceno, poniendo los ojos en blanco.
Ella se plantea seriamente en dedicarse al teatro, porque debe de ser un puto genio de la actuación. «Menuda obra de mierda me ha tocado vivir», piensa. Evoca los grandes cortinajes rojos, abriéndose y cerrándose, una y otra vez, sin descanso, marcando los tiempos en los que la vida real se da. Y entre medias, olas y olas de marea roja, terciopelo ondeante, paréntesis obligados.
Aprieta la entrepierna porque acaba de sentir que la compresa supernoche que se ha puesto hace menos de una hora va a ser insuficiente. Por suerte, en su bolso lleva repuestos de todo, porque esta es la sesión número ciento cincuenta y seis, el día número novecientos treinta y seis en la que sufre este infierno que el médico calificó de normal.
Eran Mineri
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